Tanto en el pasado como en el presente, la lección política siempre es la misma: ante un conflicto armado o una hecatombe natural las sociedades se vuelven hacia sus líderes políticos y juzgan impiadosamente su esmero, su ingenio, su compasión, su negligencia o su efectividad.
Por Jorge Fernández Díaz – LA NACION
El capítulo argentino posee, una vez más, características singulares: se superponen una crisis económica agravada por la desconfianza con un cataclismo mundial; un problema dentro de otro gran problema. A poco de cumplir cien días de gestión, el cuarto gobierno kirchnerista se juega el pellejo en un escenario que se ha modificado de manera drástica e impensable, y que pone a prueba su flexibilidad y su lucidez.
El asunto toca, en verdad, también a la oposición; pone en jaque a toda la dirigencia, no importa su bandería. Ahora sí estamos en estado de excepción y de emergencia total, y eso no permite renuncios ni mezquindades: las desgracias, como el agua y la sangre, se escapan por las grietas. «No hay problema que no podamos resolver juntos, y muy pocos que podamos resolver por nosotros mismos», decía Lyndon Johnson. Si tiene un sentido verdadero la tantas veces declamada «unidad nacional» (solo pronunciar este lugar común me produce un cierto escozor) es precisamente en estos momentos trascendentales.
Una vez Reagan, conversando con alumnos de una secundaria de Maryland, fue sorprendido con una pregunta ingenua: ¿qué harían los Estados Unidos y la Unión Soviética si se produjera un ataque extraterrestre? La respuesta era obvia, y se la repitió a Gorbachov en una cumbre de Ginebra: olvidaríamos todas «las pequeñas diferencias que existen entre nuestros dos países» y lucharíamos juntos. Ciencia ficción, pero lógica de hierro y realpolitik .
Sin entrar ahora en las diferentes teorías de la culpa, digamos esto: la Argentina se encontraba al borde del abismo antes de que un terremoto global resquebrajara incluso la tierra que pisaba. Mientras otras naciones estables se preparan para ingresar en una mishiadura desconocida, nosotros pendemos de una rama frágil y pataleamos sin destino, rogando ciegamente no pasar de recesión a depresión profunda.
Nos gobierna una familia ensamblada y autosuficiente, que integran dos especies reconocidas: una de ellas pactó ciertas leyes fundamentales y una razonable convivencia con Cambiemos; la otra se cerró en su «resistencia», le negó todo su apoyo al gobierno constitucional, trató de boicotearlo y buscó su destitución.
Juntas y revueltas, una sometida a la otra, las dos especies protagonizaron tres meses de una medianía asombrosa. Se podía esperar de Alberto Fernández -«cerebro» del massismo- una idea surgida de su añejo dream team, pero resulta que Lavagna padre no se quiere mojar, Marco quedó encapsulado en el Indec, Nielsen fue corrido del centro, Redrado fue rechazado in limine y Pignanelli lamentablemente falleció.
El resultado es un equipo de pobreza franciscana, un programa contractivo, una negociación zigzagueante y un horizonte brumoso que deja perplejos a propios y extraños. Los optimistas de diciembre ya eran pesimistas de marzo, y con los acontecimientos de los últimos días han pasado del escepticismo al pánico; es razonable: el panorama viró de gris mediocre a negro rotundo. Mientras países previsores y estables hacen keynesianismo perentorio e inyectan dinero en el mercado, la Argentina carece de moneda y de fondos anticíclicos, y está dos o tres pasos detrás de los acontecimientos, con fórmulas regresistas y hablando de falsos paraísos perdidos.
La familia albertista, más allá de polémicas personales o ideológicas, se dedica a sacar adelante la economía, mientras la otra se encarga de generar impunidad, cobrar venganza y romper el sistema: juez a juez, causa a causa, organismo a organismo, paso a paso hacia el Nuevo Orden. Alguien puede creer que se trata simplemente del viejo truco del policía bueno y el policía malo.
Pero lo cierto es que la facción pragmática, libre de la presión de su jefa, sería capaz de deponer antagonismos y convocar a todos en medio de este impensado drama de proporciones. La otra, en cambio, simplemente no puede hacerlo: su naturaleza hegemónica y su fanatismo genético se lo impiden. «Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema», decía Winston Churchill, que algo sabía de cohesiones nacionales bajo situaciones críticas y que incluso debió revalidar títulos cuando una calamidad (una rara nube tóxica) diezmó a los londinenses, los medios crucificaban su insensibilidad e inacción, y todos pedían su cabeza.
Cristina Kirchner no solo consideraría una capitulación vergonzosa llamar a la oposición para unificar fuerzas, viajar juntos a Washington, calmar las aguas y darles confianza a los acreedores; tampoco se podría permitir reconocer al 41% que le votó en contra. Y esto identifica claramente cuál es el virus más destructivo que asuela a la patria, el que hace imposible una cierta continuidad pactada y una mera coexistencia.
El virus del feudalismo progre: un modelo autocrático a lo Gildo Insfrán, pero fraseado literariamente por Horacio González. Ya saben, pueblo y antipueblo, quebrar el eje de las instituciones «liberales» y cargarse a los objetores: agonismo, feudo inexpugnable, poder eterno. Y la «revolución», camaradas, no se suspende por mal tiempo, ni por epidemias. La estupidez insiste siempre.
Macron, que conduce una superpotencia, declaró que la «unidad es la única forma de hacer frente a esta crisis». No somos Francia. Y el Covid-19 encuentra a nuestra economía y a nuestro sistema político como a un paciente inmunodeprimido y vulnerable; cualquier precaución es poca y hacen falta renunciamientos históricos.
Desatender esa fragilidad local y no comprender que la sociedad unificada, muerta de miedo, reclama que cesen las puñaladas bajo la mesa, que se suspenda el rencor intestino y que se unifiquen esfuerzos en una nueva agenda negociada, significa haberse quedado en el pasado: por caso en el lejano diciembre, cuando vivíamos en otro país y en otro planeta.
Faltan gestos de grandeza que se hagan cargo de esta dramática demanda de la hora.
Por: Jorge Fernández Díaz – La Nación (Ejerce el periodismo desde hace treinta años. Dirigió la revista Noticias, fundó el suplemento adnCultura y actualmente es secretario de redacción de La Nación