Este personaje, que como tantos otros de nuestro litoral, vivio en Villa Ocampo y solo quedan los recuerdos y muy pocos familiares de esta historia.
“Caraícho Ledesma” habría nacido en Corrientes allá por el año 1912. De chico, con su hermano mayor y su madre cruzaron el Río Paraná a Villa Ocampo (Santa Fe), pues la cosecha de caña de azúcar daba trabajo a mucha gente y ellos estaban necesitados.
Con el paso de los años, “Caraícho” se fue haciendo un mozo simpático, querido por todos, amante de una buena caña por las noches y en los domingos -cuando podía- se tomaba más de una, porque ese día no se trabajaba. No le disgustaba trabajar en la cosecha y cuando ésta finalizaba realizaba changas varias, como ayudar en las yerras, cuidar y arrear ganado y tantas otras tareas propias del campo.
Una noche, fuera de época de zafra, en el rancho donde aún vivía con su madre, su esposa Ana y sus dos hijos, la madre le comentó que en la barraca de Doña Mónica de Yermanos pedían un ayudante. El hombre nunca había trabajado en una barraca y saladero de cueros, pero era rápido para aprender cualquier oficio.
A la mañana siguiente, se presentó con su mejor ropa en la oficina de la barraca y allí encontró al hijo de Doña Mónica, Hugo, que ayudaba a su madre en el negocio de los cueros. Éste, sentía fascinación por la gente con aire diferente, con algo que demostraba inteligencia y honradez. Y apreciaba, con el mejor humor, la imaginación. Escuchó atentamente la historia de “Caraícho”, en silencio. Una historia larga, llena de detalles sobre el viaje de Corrientes a Villa Ocampo, de peripecias increíbles, de anécdotas sobre las zafras, donde nunca faltaba algún “aparecido”, “pora”, “angüera”, “lobizón”, “luz mala” o algún muerto por cuestiones de amor o enfrentamiento con los “Gorra Caldera”, etc.
Hugo, que a partir de ese momento pasó a ser su “Cumpa”, contrató de inmediato a “Caraícho”.
Hugo le insistía siempre que usara las botas, porque la salmuera era brava y podía estropear la piel de sus piernas. “Caraícho”, habituado a la alpargata, le escapaba a las botas de goma, pero de tanto en tanto y cuando éste último lo miraba, las usaba para dejar conforme a su patrón.
Hugo se casó, tuvo sus hijos, “Caraícho” tuvo tres hijos más, lo que sumaban cinco y los años fueron pasando. La barraca era próspera y nunca faltó en el hogar de “Caraícho” la comida para su familia, la ropa y los útiles para la escuela de sus hijos.
Durante muchos años siguió todo con la rutina acostumbrada. Don Hugo y “Caraícho” envejecían, sus hijos se hicieron grandes. Los chicos de la familia y de todo el barrio, lo esperaban todos los días que regresara del matadero con sus achuritas con las cuales preparaba una fritanga que era devorada en pocos minutos por los chiquilines, quienes inflaban la “chupa” (vejiga) de los animales para jugar a la pelota. El hombre tenía un imán para atraer a los niños y hacerlos reír con su forma de hablar, con sus interminables anécdotas, su risa y las visitas a la barraca. Los dos hijos mayores de “Caraícho” se radicaron en Buenos Aires, buscando nuevos horizontes y una vida que en el pueblo nunca tendrían.
Una mañana, al alba, Don Hugo se acercó a la barraca, en silencio, y vio los pantalones de su peón arremangados y a pesar de la escasa luz, notó las pantorrillas de “Caraícho” totalmente ulceradas, por el efecto de tanto contacto con la salmuera. “Vamos, vestite, te voy a llevar a Reconquista para que te vean los médicos”- ordenó Don Hugo. Y partieron enseguida. Los médicos que vieron las piernas de “Caraícho” coincidieron en que no podía trabajar más con la salmuera y le recetaron unas pomadas y unas pastillas que todos los días debía tomar.
Durante los días que siguieron, la esposa de Don Hugo controlaba que “Caraícho” tomase las pastillas y se pusiera las pomadas. Algo mejoraron las piernas, pero Don Hugo ya había puesto a otro peón para que entrara a la batea a trabajar con la salmuera. A “Caraícho” le hacía hacer mandados y le pedía que ayudara a cargar y descargar el camión, de tanto en tanto y se lo llevaba siempre en los viajes a buscar cueros.
Destino final
Y un día, Eladio, el mayor, le dijo que iría a buscarlo para que pasara unos días en Buenos Aires. “Caraícho” le preguntó a Don Hugo si le daría permiso, y su patrón, con voz apagada le contestó que podía ir cuando quisiera, que le iba a hacer bien tomar un descanso y conocer la Capital. Y “Caraícho” partió. Don Hugo se despidió de él con un abrazo, sintiendo el corazón apretado por la angustia. “Caraícho” le dijo, antes de que el ómnibus arrancara, por la ventanilla: – “Prontito nomá estoy de vuelta, “Cumpa”, quédese tranquilo”.
Pasaron quince días, pasó un mes y no había noticias de “Caraícho”. Don Hugo, entonces, comenzó a escribirle cartas, en las que decía que todos lo extrañaban y podía volver cuando quisiera y que además se ofrecía para ir a buscarlo. Como respuesta llegó una carta del hijo mayor, donde le pedía que mandara todos los papeles de la jubilación de su padre, para poder cobrar en Buenos Aires. Don Hugo hizo tal como se lo pidieron. En los meses siguientes mandó más cartas, todas ellas sin contestación.
Como al año, llegó a Villa Ocampo la noticia de que “Caraícho” había muerto, según dichos de sus allegados, de tristeza por no poder volver a su terruño. Para Don Hugo fue un golpe difícil de superar. Días después, llegó al pueblo Emilio, el segundo de los hijos de “Caraícho”. Buscó a Don Hugo y le entregó un paquetito, con las cartas que Don Hugo había mandado a su padre, “pero mi hermano nunca quiso que papá las leyera, porque no quería que le volvieran las ganas de regresar, y yo tuve que obedecerle. Papá, antes de morir, nos pidió que le escribiéramos a usted para que lo vaya a buscar. Pero ya no hubo tiempo”. Al oír esto, Don Hugo dejó escapar un sollozo de su pecho y no pudo contener las lágrimas que brotaron de sus ojos.
Una noche, al llegar a la cantina del pueblo se encontró con un hombre desconocido. Era un compositor de chamamés, que pasaba por Villa Ocampo buscando historias para su repertorio. Don Hugo se presentó y le dijo: “Soy el dueño de la Barraca Yermanos y tengo la historia que usted busca”. Hablaron por horas, y ya de madrugada, se despidieron. Meses más tarde, en todas las radios del nordeste se escucharía uno de los chamamés más sentido y pintoresco que por tiempo se había escuchado en el litoral: “Caraicho Ledesma”, de Don Mario Millán Medina.
CARAICHO –
Si vengo arrastrando el poncho
agárrenla como quieran,
soy criollo y tengo plata
no tomo copas ajenas.
A ver ché gringo bolichero
servile a todos la vuelta
que le tiro por la cara
al gente “aigüé” que me desprecie.
Soy criollo pa’ lo que gusten
y tengo plata aquí ande quiera
aunque venga con revólver
el más mentao “gorra caldera”.
No le temo a las “poras”,
ni le temo a las “angüeras”
si habré corrido fantasmas
y también a los “gorras queseras”.
Soy criollo trabajador,
sirva gringo a quién le guste
que si me doy vuelta el cinto
no será por charamuscas.
Soy Caraícho Ledesma
el que grita y las aguanta
y si tengo gana ‘e pelear
ha’e ser porque tengo plata.
Soy criollo pa’ lo que gusten
y tengo plata aquí ande quiera
aunque venga con revólver
el más mentao “gorra caldera”.
No le temo a las “poras”,
ni le temo a las “angüeras”
si habré corrido fantasmas
y también a los “gorras queseras”.
Historias de La Pampa – Leonardo Castagnino
Significado de los términos en guaraní:
“Aigüé”: despreciativo, de mal genio.
“Gorra caldera”: Policía.
“Poras”: ánimas.
“Angüeras”: esqueletos.
“Gorras queseras”: policías.
gentileza face: San Bernardo Chaco-«NUESTRO Pedacito De Cielo»