«Apenas se normalicen las cosas, vendemos todo y nos vamos del país». Si afinamos el oído y prestamos atención, escucharemos muchos anuncios similares a nuestro alrededor.
Como en los tiempos asfixiantes de la dictadura, como en el desasosiego de la hiperinflación o el descalabro de 2001, se está gestando una nueva diáspora de familias de clase media, empujadas ahora por la crisis y la incertidumbre que se han acentuado con la eterna cuarentena.
Son parejas de mediana edad que sienten que la peripecia argentina les ha quitado fuerzas para seguir remando. Se les ha desvanecido la esperanza de un cambio en el país. Han acumulado frustraciones con uno y otro gobierno; han apostado y han perdido; han vuelto a creer y se han vuelto a desilusionar. No quieren más. Están decepcionadas de la Argentina de los últimos veinte años y tienen miedo a la que vendrá. Ya han sufrido la inseguridad, el achicamiento de sus negocios y su horizonte laboral y profesional, la recesión, la estanflación y la erosión de sus ahorros.
Cargan con el desencanto de «un país normal» que se quedó en el eslogan de los brotes verdes que no florecieron, de los segundos semestres que nunca llegaron, de promesas que se evaporaron y grietas que no se cerraron. Ahora temen que, lejos de mejorar, las cosas empeoren y los traumas se agudicen. Tienen miedo por el futuro de sus hijos. Cuando proyectan a largo plazo, no vislumbran oportunidades, mucho menos desarrollo. Hasta perciben un panorama oscuro en materia de libertades e institucionalidad. Por eso piensan en desandar el camino de sus abuelos y bisabuelos: imaginan un futuro lejos de la Argentina; de una Argentina que alguna vez convocaba la esperanza y hoy empuja a la frustración.
En ese segmento de la clase media que piensa en irse del país (o al menos fantasea con esa idea) hay pequeños y medianos empresarios, profesionales, comerciantes, artistas, científicos y emprendedores. También hay un fenómeno acaso novedoso: padres que consideran que ya es tarde para ellos, pero impulsan a sus hijos a emigrar. Aunque es difícil cuantificarlo, está claro que no son casos aislados.
Encontrar un lugar en el mundo no es sencillo. Seguramente es más difícil de lo que era hace veinte, treinta o cuarenta años. Más difícil, incluso, de lo que era el año pasado. Empezar de cero en países como España, Francia o Italia, en Estados Unidos o en Canadá, en Gran Bretaña o Alemania implica recorrer un camino empinado, lleno de obstáculos y dificultades. El de la Unión Europea hoy es un pasaporte a un mundo en crisis; un mundo que ha levantado muros, en muchos casos burocráticos: es cada vez más arduo conseguir permisos de residencia, visas de trabajo, homologación de títulos. E inmigrar sin papeles puede implicar un salto a la marginalidad.
Irse del país supone, también, lidiar con el desarraigo. Aun en tiempos de fácil interconexión y «cercanía digital», el exilio siempre es una forma de desgarro. Irse es perder comunidad, renunciar al sostén cotidiano de padres y abuelos. Es perder, de alguna forma, historia e identidad para empezar en un lugar donde nadie nos conoce, donde no tenemos raíces, donde desaparece la red de contención. Es cierto: se renuncia al pasado por la esperanza de un futuro. Se pueden tejer nuevos lazos y forjar una nueva identidad. Lo que no conviene, sin embargo, es idealizar las cosas ni subestimar la brecha entre fantasía y realidad.
Muchas parejas imaginan el éxodo como un sacrificio por sus hijos. No ignoran que les tocará enfrentar un proceso complejo y difícil, pero creen que valdrá la pena para que los chicos se arraiguen en un país que les ofrezca perspectivas más alentadoras. Plantean, además, objetivos módicos. Las alienta la ilusión de vivir en lugares más estables, más seguros, más previsibles. Saben que todo les va a costar, pero creen que el esfuerzo tendrá sentido. Y en esa convicción tal vez resida la razón de fondo: buscan un lugar donde el esfuerzo todavía valga la pena.
¿El poder está escuchando este mensaje? Se los ve como proyectos de salvación individual, no como síntoma doloroso de un país que no ofrece confianza ni futuro. No faltará alguien que lo defina como «un lujo de familias chetas» que aspiran al primer mundo. Es, sin embargo, una cabal expresión de la tragedia argentina.
Tal vez debamos encarar un debate ciudadano sobre este fenómeno. Sin minimizarlo, sería útil ponerlo sobre la mesa e instalarlo en nuestra conversación pública. Es posible que así podamos reconocer que hay razones para irse, pero también para quedarse.
en la Argentina han existido oleadas sucesivas de emigración. Ese país que había albergado a exiliados de la guerra y la pobreza de Europa, y que había brillado como una tierra de oportunidades, en algún momento empezó a expulsar a sus hijos. Lo hizo en las dictaduras, pero también en democracia. Lo hizo con persecuciones políticas, pero también con derrumbes económicos. Lo hizo con un sistema que ha desalentado el esfuerzo, que ha despreciado el mérito y que ha sembrado la desmoralización y el desánimo.
Cada familia que opta por el desarraigo podrá encontrar, o no, las oportunidades que busca en otra tierra. El mundo siempre es, al fin y al cabo, una aventura estimulante y seductora; una geografía de oportunidades infinitas que vale la pena explorar y conquistar. Pero cuando es tu propio país el que te empuja a irte, cuando la decisión surge más del desencanto que del deseo, son inevitables la amargura y el dolor. ¿Podremos reconstruir la esperanza y el optimismo que ha extraviado nuestra clase media? Esa debería ser nuestra gran apuesta ciudadana. Hablar de lo que nos pasa, con franqueza y con honestidad intelectual, puede ser un primer paso.
Por: Luciano Román
Gentileza: La Nación