Empieza la cuenta regresiva hacia la verdadera cuarentena. El pico de los contagios se espera para la primera semana de mayo y el epicentro de la lucha contra el virus será el Gran Buenos Aires.
La primera sentencia brutal es que se invierte la carga de la prueba: todos tenemos coronavirus, excepto que se demuestre lo contrario.
La segunda es que la guerra es contra un enemigo invisible que acecha desde la banalidad de un estornudo casual y se propaga a velocidad supersónica, haciendo estragos en sistemas de salud del primer mundo.
La tercera es que el virus se prepara para estallar en la Argentina a principios de mayo, según todas las previsiones oficiales. Y que para eso faltan 40 días. Planificar esa batalla es la verdadera cuarentena que está empezando en estas horas.
Cuarenta días son un suspiro para equipar al conurbano profundo de más centros de atención efectivos, respiradores, médicos y enfermeros listos para una epidemia que la Argentina no conoce desde 1871, cuando la fiebre amarilla mató al 8 por ciento de los porteños.
Pero a su vez son una eternidad para el changarín que ya hace más de dos semanas que no vende alfajores, encendedores, revistas de crucigramas ni pilas en los trenes, ni en los semáforos, ni en ningún lado. Para esa porción enorme de la economía informal que pelea el peso día a día, la batalla empezó muy cuesta abajo.
Mientras el Ejército reparte alimentos y se monta un hospital de campaña en Campo de Mayo con capacidad para atender a 100 personas cada 15 minutos, Berni prepara a la Policía Bonaerense para otro escenario: ya hay diez puestos de comando en zonas estratégicas del GBA con 200 policías de élite cada uno, listos para actuar rápido si la situación en algunos barrios aislados muta hacia el desborde social.