Siempre resulta interesante preguntarse para qué uno hace lo que hace. Todos sabemos que invertimos el recurso más escaso del mundo, «el tiempo», y que no hay paga suficiente que logre volver el reloj atrás. En un fragmento de Forrest Gump, el personaje de Tom Hanks dice que la vida es como una caja de bombones. Generalmente, cuando uno empieza a comer de una caja de bombones, lo hace como un desaforado: quiere probar todos al mismo tiempo. Y cuando uno empieza a percibir que quedan pocos, los come muy lentamente, cierra los ojos y los disfruta como si fueran interminables. Además, por lo general uno no se guarda los más ricos, como nos pasa en la vida. La idea, dicho todo esto, es que es siempre imprescindible tener los incentivos correctos.
¡Espere! No deje de leer, no se vaya, no dé vuelta la página… Sé que mi responsabilidad en esta columna no es movilizar sus sentimientos, sino sus bolsillos. Pero quería empezar así, para poder reflejar que una economía necesita de los incentivos correctos para progresar.
Si los que se esfuerzan, estudian, trabajan, ayudan, ahorran e invierten, perciben que no tiene sentido hacer todo eso porque no reciben la recompensa que los reconforte, es probable que dejen de innovar, de producir, de esforzarse, en fin, de aportar. Un salario o un honorario solo paga con un monto de dinero, pero no necesariamente motiva a quienes hacen las tareas.
¿Acaso no es más reconfortante merecer lo que uno desea e intentar obtenerlo por mérito propio?
El incentivo de saber que lo que hacemos es importante
Quiero usar un ejemplo que ofrece el gran economista Dan Ariely: a unas personas les dan legos (piezas de encastre) y les piden ensamblar castillos; por cada pieza terminada les ofrecen un pago de 10 dólares. La gente acepta sin dudar y arma castillos hermosos; cuando los terminan, los organizadores los desarman delante de ellos y les vuelven a pedir, siempre por 10 dólares por cada pieza, armar algo nuevo. Al ver que nadie valora lo diseñado, las personas dejan de producir cosas interesantes, hasta llegar finalmente a entregar figuras sin sentido. Y la mayoría va desistiendo de la tarea. Tienen la paga, pero no la motivación para seguir.
Con otras personas se repite el proceso: les dan los legos y les pagan 7 dólares por cada castillo armado; a medida que los organizadores reciben las obras las colocan en vitrinas con el nombre de cada participante y los exponen para que se luzcan. Ante la oferta de seguir, incluso por un monto menor, la mayoría acepta con placer y se arman figuras cada vez más interesantes.
¿Saben algo? Estas personas están motivadas, aunque no bien pagos. Es muy importante saber si el fruto de nuestro esfuerzo le es útil o hace feliz a alguien. Esto nos hace sentir que «trascendemos». Distinto es saber que el esfuerzo no es valorado o que, simplemente, somos un eslabón en un proceso. En ese caso, aunque nos paguen un salario solamente percibimos que «perduramos». Que se valore el esfuerzo es lo que se llama tener los incentivos correctos.
El incentivo a invertir en el país que es de uno
Imagínense a un ahorrista que, como buen ciudadano, financió el déficit fiscal argentino comprando bonos. Y a otro que prefirió ahorrar en dólares, financiando el déficit norteamericano. ¿A quién le va mejor? Si al que ahorra en la Argentina se le aplicaron quitas de capital y se le cobraron impuestos por esos bonos, mientras que al FMI, al Club de París y a los fondos buitres les pagamos hasta con punitorios, hay más incentivo a ser buitre que ahorristas. Es más: casi ningún político argentino ahorra en bonos locales. Qué paradoja: es como si no confiaran en el poder de gestión de ellos mismos.
Si al inversor argentino, vía fondos comunes, vía bonos o vía depreciación del peso, le hacemos pagar siempre los platos rotos (rotos por los que debían cuidarlos), no entiendo por qué nos quejamos de no tener ahorro interno o un gran mercado de capitales. Aquí, el que confía pierde.
El resultado es obvio: la destrucción de valor a largo plazo, porque es más importante ser amigo del que fija y controla las reglas que del que ahorra o emprende y arriesga.
No pagar nunca fue buen negocio. El miedo a la incobrabilidad hace subir el costo del dinero y el acreedor se cobra el riesgo con intereses. Si pedimos prestado 10.000 dólares a 20 años al 4% anual de interés, en 20 años deberemos 21.000 dólares. Pero si por riesgosos nos cobran una tasa de interés de 8% anual, entonces en 20 años deberemos 73.000 dólares. A largo plazo es más importante el costo del interés (el medidor de confianza) que el capital inicial. Esto se llama tener incentivos incorrectos.
El incentivo de percibir el fruto de tu esfuerzo
Hay un principio económico que ningún gobierno pudo vencer, ni los dictadores ni los populistas, ni los de izquierda ni los de derecha. Este principio dice: «Un estado puede controlar el precio o la cantidad; nunca podrá controlar las dos cosas a la vez». Si un estado regula el precio, el mercado fija la cantidad.
Un gobierno puede obligar al pintor Pablo Picasso a vender todas sus obras, pero nunca podrá obligarlo a producir nuevas.
Cuando le pusimos un precio máximo a la carne, nos quedamos sin vacas. Cuando le pusimos un precio máximo a la energía, nos quedamos sin luz y sin gas. Cuando le pusimos un precio máximo al dólar, nos quedamos sin dólares o sin reservas. Cuando un país le pone precio a la libertad, sus habitantes se escapan como pueden. La libertad de decisión es el mayor incentivo para una sociedad que quiere progresar. Esto se llama tener los incentivos correctos.
Cuando la política confunde incentivo con manipulación
En su libro Por qué fracasan las naciones, Daron Acemoglu y James A. Robinson sostienen que «las sociedades con instituciones políticas que concentran el poder en manos de unos pocos rara vez sobresalen en innovación y crecimiento, debido a que los innovadores no tienen ninguna garantía de poder quedarse con el fruto de sus esfuerzos. Y, en la medida en que los excluidos no pueden generar riqueza, tienen pocos recursos para desafiar el poder de los grupos dominantes; en consecuencia, estos se perpetúan en la dominancia».
Pero también es malo cuando grupos empresariales poderosos (generalmente, amigos del poder) vetan iniciativas destinadas a mejorar o fortalecer la competencia. Se generan monopolios y consumidor queda obligado a pagar el precio que garantice la rentabilidad del empresario. Así es como surge un viejo axioma del país: empresarios ricos con empresas pobres. Esto ayuda a explicar por qué los gobiernos están en un constante déficit fiscal y, cuando no consiguen financiarlo, el ajuste es inevitable. Es más fácil adorar a alguien que gasta mucho, que adorar al que se esfuerza y ahorra. Es la mala política la que genera una mala economía.
También el exceso de protección provoca malos incentivos. Al final de cuentas, las empresas se desarrollan, tal como ocurre con nuestros hijos. Si somos muy sobreprotectores (con las empresas o con los hijos) cuando crezcan no sabrán desarrollarse por sí solas o por sí solos ante los cambios de contextos. Y demandarán más protección y eso será cada vez más perjudicial, sobre todo si en un momento ya no estamos como padres o si el Estado se queda sin fondos para subsidios. Esto se llama tener los incentivos incorrectos.
El incentivo que genera el sentimiento de pertenencia
En La lógica oculta de la vida, Tim Hardford busca diferenciar por qué en un barrio pobre las calles están sucias, se hace difícil caminar por las veredas, no hay señales para cruzar sus vías y, además, desde los medios públicos de transporte se maltrata a los habitantes. En cambio, en los barrios más pudientes está todo perfectamente señalizado y en funcionamiento, las veredas están muy limpias y lisas y en los transportes públicos te sonríen.
Una respuesta simple sería: es por la educación de su gente. Sin embargo, la mayoría de quienes trabajan y transitan los barrios comerciales lindos son personas que viven en los barrios más desordenados. Entre los que limpian, los empleados de seguridad y los que piden trabajo, la mayoría no ensucia nada y son muy prolijos y educados, incluyendo al chofer del transporte público. Pero no es así donde esas personas viven, donde parecería que no interesa el cuidado del barrio.
La segunda respuesta sería: es por los contactos políticos, ya que hacen que se cuide más un barrio de gente influyente que los otros. Pero, en realidad, ambos barrios tienen el mismo intendente y se destina mucho más dinero a los barrios humildes. Una tercera respuesta sería: tiene que ver con el sentido de pertenencia, unos viven y se sienten dueños de un lugar en el que planean vivir mucho tiempo y se identifican con «su» lugar. En cambio, los que habitan un barrio descuidado, planean salir de ahí; no se genera pertenencia ni identificación. El incentivo es trabajar y progresar para salir de ahí. Tener pertenencia con un lugar, un espacio, un tiempo, es tener el incentivo correcto.
Por: Claudio Zuchovicki – El autor es licenciado en administración con un posgrado en finanzas. Especialista en futuros y opciones, director académico del Laboratorio de Finanzas de la UADE
Gentileza: Diario La nación