¿Estamos educando a nuestros hijos para la vida? ¿Qué debemos hacer para que se conviertan en personas adultas plenas, trascendentes y felices? Un niño puede llegar a ser empresario, profesional, directivo, presidente o asaltante, defraudador, secuestrador u homicida. ¿De qué depende? La respuesta es evidente, de la educación que reciba, principalmente en su círculo cercano: dentro del seno familiar.
No podemos excusarnos por la falta de tiempo ni de dinero. Nuestros abuelos tenían los mismos o peores problemas y, sin embargo, les ponían límites a sus hijos, les daban responsabilidades, les educaban en el respeto y el compromiso con la palabra dada. Si los padres no tomamos en serio nuestra función educadora, será difícil en extremo para la escuela revertir tal situación. Educar y motivar a nuestros hijos a exigirse es facilitarles su camino para que se desarrollen como personas, amen la vida y tengan capacidad de decidir por ellos mismos.
La educación es un proceso bidireccional mediante el cual se transmiten conocimientos, valores, hábitos, costumbres y formas de actuar. No solo se transmite por la palabra, está presente en todas nuestras acciones, sentimientos y actitudes.
Hoy se sabe que la información que recibimos de nuestro entorno está constituida en un 15 % por el lenguaje verbal y en un 85 % por el lenguaje no verbal. El niño aprende más de lo que ve que de lo que escucha; de esta forma observamos que los patrones de comportamiento de los padres tienden a repetirse en los hijos: si los hijos maldicen es que los padres maldicen; si los hijos se quejan, es que los padres se quejan; si los niños no escuchan, es que los padres no escuchan; si los niños no respetan, es que los padres no respetan.
Educar bien no significa tener que disponer de grandes conocimientos, técnicas o metodologías; el éxito que se tiene al educar consiste, sobre todo, en poner todo nuestro amor en cada acción con nuestros hijos; si usamos el amor en la intención y en la acción, los resultados serán consecuencias de nuestras acciones: todos cosechamos lo que hemos sembrado. “El éxito no se persigue, se atrae”. Si pensamos en que nuestros hijos alcancen el éxito, batallaremos para conseguirlo; en cambio, si fomentamos la alegría por vivir en ellos, haciendo lo correcto e intentando hacerlo bien –actuando éticamente–, la felicidad y el éxito serán una consecuencia, serán atraídos, sin siquiera pensar en ellos.
No reprima a sus hijos, motívelos, oriéntelos, reconozca sus fortalezas; sus hijos serán personas sanas, íntegras y productivas si se inyecta amor en su relación con ellos.
Solo hay un medio de que alguien haga algo, y es que quiera hacerlo. A nadie le gusta recibir órdenes. Para que alguien haga algo, es necesario ayudarle a visualizar la promesa para que esté dispuesto a pagar el precio por conseguirla. El papel de los padres es ayudar a los hijos a ver la promesa y ayudarles a pagar el precio por ella. La disciplina es el costo que todos tenemos que pagar para conseguir lo que necesitamos para saber más, hacer más, ser más y trascender más y, por lo tanto, tener una vida plena y feliz.
La colaboración de los padres en la escuela habla del interés que estos tienen en todo lo que tenga que ver con la educación de sus hijos. «Un sistema escolar que no tenga a los padres como cimiento es igual a un balde con un agujero en el fondo». (Jesse Jackson).
El éxito escolar empieza en la casa y se consolida en la escuela, con la supervisión y el apoyo constante de los padres, que deben ser conscientes de las consecuencias que ocasiona descuidar a los hijos. En estos casos, no se podrá buscar culpables fuera del hogar.
eesopi N° 8125 José Manuel Estrada – Las Toscas