Por Juan Manuel Santamaría
El 6 de octubre de 1915, nacía en la ciudad de San Javier el poeta Julio Migno.
Recorrer sus cuatros libros, en los que está resumida lo medular de su obra, “Amargas” (1943), “Yerbagüena, el mielero” (1947), “Chira Molina” (1952), y “Miquichises” (1972), es conectarnos con grandes vertientes de nuestra cultura americana, de la mano de una poesía que tiene a la emoción y la inteligencia como sus principales conductores.
Una parte fundamental lo constituye lo que signó el propio origen de su pueblo, esto es, la fundación de la reducción de San Javier (1743). Hasta la expulsión de los padres misioneros (1767), pasando por la presencia del padre Florián Paucke, la impronta de este período se vuelve de relevante importancia, en contraste con el destino final del indio. Migno lo reconoce parte integral de la raíz profunda de su pueblo como pocos, en su bravura y su honda sensibilidad. El mocoví es aquel de la pelea, pero es también el de la danza, del Tontoyogo, el Sarandí, y el Bravo. Es el que “sueña en barro” en sus alfarerías. Es Paikí y su flauta, aquel indio musiquero que él viera de chico por las esquinas, y que un día desapareció, como lo sigue haciendo su pueblo a lo largo de la historia, volviéndose a modo de constante inspiración, “una humana presencia en sus barrancos”. Y es también y por derecho propio, aquel que está “de centinela, hecho bronce para cuidar la costa”.
Otro aspecto, y quizás el más fuertemente constitutivo, es el del criollo, descendiente del conquistador español, y de aquel “parto de la pampa” que fue el gaucho, resultado del encuentro “de la sensualidad española con la matriz india”, y que tuviera en sus orígenes su principal expansión aquí en nuestras tierras. En su poesía es él quién hereda, podría decirse del Martín Fierro, una idéntica lucha social por un lado, y por otro es poseedor del lirismo más profundo entre los personajes tratados por Migno.
Y por último, como también ya aparece en Fierro, la presencia del inmigrante, del “gringo”, con uno de sus personajes más entrañables, don Yerbagüena.
Pero lo que encuadra a toda esta realidad étnica, es el paisaje, que en su obra es lo que le da sentido al andar del hombre. Pampa y río, que no sólo imponen su norma, creando “navegantes en sus costas y jinetes en sus campos”, sino que trascienden al espíritu del hombre delineando su arquitectura espiritual. Esta realidad se expresa en su manera de venerar la libertad, y el modo de plantarse frente a la vida y la muerte.
Allá por la década del 70, en este mismo diario El Litoral, salía un recuadro semanal titulado “Mis islas son eso…”, haciendo alusión a unos de sus poemas, que contenía un dibujo de Juan Arancio y debajo unos versos de Migno, en su mayoría inéditos, relacionados con la escena islera. Yo que de chico iba cada fin de semana a pescar a las islas con mi padre, no hizo falta que nadie me explicara nada, la vez que me encontré con uno de esos recortes. Mi fascinación fue inmediata, tanto en el dibujo como en la poesía sentía que estaba totalmente reflejado y más todavía, lo que yo veía, lo que yo vivenciaba en ese ámbito, en ese universo. ¡Hasta el aire de las islas sentía cada vez que me encontraba con un recorte de esos!
Por eso, me atrevo a decir que quién se acerque a su poesía, libre de toda mirada reduccionista, donde la innoble tarea de colocar etiquetas nos hace caer en prejuicios que nos dejan afuera de toda fiesta, llevándonos a rechazar el contenido por la forma, ó como diría Lugones, a “quedarnos en la cáscara sin llegar a lo sabroso del fruto”, no dejará de emocionarse frente a todo tipo de realidades profundamente tratadas, y de percibir que nuestras islas “nombradas y delineadas” por Julio Migno, y el hombre que las habita, en toda su belleza, hondura y complejidad.
Por Juan Manuel Santamaría – Compositor e intérprete de música popular.