NACIONALES – NOTA DE OPINION – En las usinas del kirchnerismo, la confianza en ganar las elecciones del 2011 es cada vez más fuerte. Objetivamente, no hay ningún fundamento para sostener esa creencia, pero tampoco hay fundamentos serios para sostener lo contrario. Por Rogelio Alaniz.Los escenarios políticos suelen ser tan cambiantes como los amores de las heroínas de los tangos. Lo que importa, en todo caso, es saber que los Kirchner disponen de una fuerte voluntad de poder, acompañada del uso discrecional y decisivo de los recursos del Estado.
Los Kirchner aman el poder con un amor casi patológico. Se equivocan mucho pero también aciertan y saben aprovechar muy bien esos aciertos. En este punto, son leales a una genuina tradición peronista impuesta por su propio jefe, quien decía que la única verdad es la realidad, lo que traducido al lenguaje político quiere decir: la única verdad es el poder.
Se dice que amar el poder significa vender el alma al diablo, lo cual desde el punto de vista político sería una falta menor. Pero más allá de las escatologías, lo cierto es que ese amor exige una tensión exasperada, una voluntad obsesiva, un afán excluyente para honrar esa suerte de becerro de oro. También exige talento. Un talento sostenido con pocos escrúpulos, pero talento al fin. El poder exige, además, imaginación y creatividad, condiciones que, como se podrá apreciar, se confunden con las del artista, motivo por el cual se ha llegado a decir que la política antes que una ciencia, es un arte, un arte tan exigente que a veces su primera o su última víctima suele ser el propio artista.
Los Kirchner no son artistas, por lo menos no son grandes artistas, pero bien se los podría calificar como aceptables artesanos. La virtud que los ha llevado desde la intendencia de una modesta ciudad de la Patagonia a la presidencia de la Nación es, al mismo tiempo, su límite y su vicio. Quienes demostraron una singular maestría para construir poder desde la nada, no vacilaron en dilapidarlo sosteniendo posiciones que los conducían a una segura derrota. En este punto, los Kirchner se parecen más al apostador compulsivo que al jugador de ajedrez. Como el personaje del poema de Manuel Machado, se podría decir: “…todo lo ganamos y todo lo perdimos…”. Por lo menos, ésa fue la sensación que tuve durante el conflicto con el campo, la batalla más dura, la derrota más erosiva y, si se quiere, más innecesaria, sufrida por quienes invocaban el realismo para tramar políticas y las causas de las grandes mayorías para dar la batalla. Ni realismo ni mayorías. Perdieron en toda la línea porque perdieron en las tapas de los diarios, en la televisión, en el Congreso y en la calle. Lo que se dice: una paliza completa.
Sin embargo, la derrota no les hizo perder la fe en su causa, y a pesar de las perplejidades del momento, en poco tiempo estaban tomando decisiones como si esa derrota nunca hubiera ocurrido y como si las encuestas le siguieran dando una adhesión social de más del setenta por ciento. Insolente por un lado, pero admirable por el otro, es verdad que no revirtieron la situación, pero la oposición tampoco logró elaborar algo superador. Al respecto conviene recordar una verdad política de perogrullo: la ausencia de una oposición firme no produce resultados neutrales en política, porque si la oposición se desdibuja el oficialismo se fortalece.
Un aspecto al que los analistas nunca le asignan demasiada importancia es el azar. No obstante, si por azar entendemos aquello que sucede y no estamos en condiciones de prever, está claro que esta categoría es importante y a veces puede llegar a ser decisiva. ¿Acaso el azar no fue gravitante para que Kirchner fuera presidente? ¿cómo llamar si no a una candidatura que se forja luego de la renuncia de Reutemann y de la Sota? ¿alguien puede decir que estos acontecimientos respondían a procesos estructurales más o menos previsibles?
También pertenece al campo del azar el tiempo político en el que le toca actuar a un gobernante. Hoy se sabe bien que gobernar en un ciclo de vacas gordas no es lo mismo que hacerlo en un período de vacas flacas. Que más allá de las ideologías y las buenas intenciones, su gravitación suele pesar -a veces de manera decisiva- en una gestión, sobre todo en tiempos en que los procesos fundacionales y las ideologías que los sustentaban se han derrumbado o están en crisis.
Los precios internacionales, el boom de la soja o las tasas de interés fueron datos objetivos que beneficiaron a los Kirchner con independencia de sus aciertos o sus vicios. Su virtud, en todo caso, fue haber sabido aprovechar esta situación, virtud que tal vez ahora vuelvan a ejercer, ya que el contexto -si les vamos a creer a los oráculos de la economía- augura un prometedor horizonte para los productos argentinos. La combinación del mejoramiento relativo de las expectativas internacionales con cierta tranquilidad en el mercado interno, más las dificultades de la oposición para constituir un liderazgo y una propuesta superadores, termina favoreciendo a lo existe, a lo que está.
El famoso y nunca explicitado “modelo” de los Kirchner no está pasando por un mal momento. Esta combinación muchas veces improvisada, y sostenida a impulsos de los imperativos de las circunstancias, funciona, no bien pero sí regular. Y en estos tiempos puede alcanzar para mantenerse en el poder y sostener ambiciones hacia el futuro. La política exterior de los Kirchner, por ejemplo, es emblemática porque se basa en el más desenfadado pragmatismo y atiende en toda circunstancia las reales relaciones de fuerza. Con los “grandes” se manejan con prudencia, y en sus líneas decisivas acatan su orientación. Con los pares, está claro que su simpatía está más cerca de Chávez que de Uribe o Piñera, pero lo que no está claro es si esta simpatía obedece a cuestiones ideológicas o a intereses concretos. Y, en este caso, a intereses privados, sospechados de corrupción. Por lo pronto, ya sea porque la Argentina y los argentinos no lo permitirían, la influencia de Chávez sólo se manifiesta en los negocios turbios y, a lo sumo, en el financiamiento a alguna banda piquetera.
Contradiciendo al texto de Mariano Grondona que habla del poskirchnerismo como si fuera un hecho dado, digo que a este poskirchnerismo habrá que saberlo ganar, una asignatura que hasta el momento la oposición no ha sabido rendir satisfactoriamente, sin desmedro de sus aciertos, sobre todo a la hora de imponer controles y límites a la voracidad del poder oficial.
La oposición no puede sostener la ilusión de que el kichnerismo se vaya sin dar batalla. No sólo no debe creerlo sino que debe estar alerta porque la expectativa de quienes gobiernan es perpetuarse en el poder a través de las urnas. Si hoy se convocara a elecciones, los Kirchner no lograrían ganar en una segunda vuelta, pero importa advertir que Néstor Kirchner, en términos individuales, es el candidato con mayor preferencia electoral. Como Menem en 2003, ganaría en la primera vuelta, pero sería derrotado sin misericordia en la segunda. Pero esto ocurre hoy. No sabemos si dentro de un año esta relación se mantendrá. Así como saben construir poder, los Kirchner también han demostrado un exquisito talento para dilapidarlo.
Por lo pronto, y en homenaje al realismo, saben que para sostener cualquier ambición electoral necesitan ampliar su arco de alianzas hacia la clase media, alianza que han dinamitado con la locura del campo y posteriores maltratos. Estimo que esa tarea no les será sencilla y quiero creer que, en cierto sentido, es imposible. No obstante, uno ha aprendido que en política lo que parece imposible a veces ocurre.
Palabras más, palabras menos, lo que la historia enseña es que al poder se lo derrota con poder, y en democracia ese poder se alimenta de los votos. Pero antes que los votos está la construcción de un consenso social importante. Al poder también se lo derrota con voluntad e inteligencia, creando amplias coaliciones y constituyendo liderazgos creíbles. A los Kirchner, les falta mucho para recuperar la mayoría perdida, pero a la oposición le falta lo mismo o más. En política, la última palabra nunca está dicha, pero todo dirigente debe saber que nadie se saca la camisa vieja, sucia y rota si no tiene a mano una camisa mejor.
Rogelio Alaniz