INTERNACIONALES – NOTA DE OPINION – Casualidad. Estaba leyendo la novela de Graham Greene, “Los comediantes”, cuando me sorprendió la noticia del terremoto en Haití. Digo “casualidad”, porque la novela está ambientada en Haití en la década del cincuenta. Por Rogelio Alaniz.A Greene le encantaba escribir ficciones con personajes europeos deambulando por los rincones más perdidos del mundo. En “El americano impasible”, por ejemplo, el escenario es Vietnam y el duelo se realiza entre un periodista inglés, muy parecido a él, y un yanqui encantador que, además de su simpatía, es un eficaz agente de la CIA.
En esa otra gran novela que se llama “El cónsul honorario”, el drama se desarrolla entre un cónsul de ascendencia inglesa y un grupo de guerrilleros que luchan contra la dictadura de Stroessner. El escenario es la ciudad de Corrientes. Algo parecido ocurre con “El poder y la gloria”, tal vez su novela más “católica”, “El tercer hombre” y “Nuestro hombre en La Habana”. En todos los casos se trata del contraste entre europeos y americanos cultos y mundanos en un escenario subdesarrollado, violento y, en algunos casos, salvaje. De ese contraste surgen los dilemas éticos y religiosos que Greene desarrolla con la calidad de un artista.
En “Los comediantes”, Greene habla más de sus personajes -americanos y europeos- que del propio Haití. No obstante, hay material suficiente como para tener una idea aproximada de lo que es un país dominado por una dictadura sanguinaria y definitivamente hundido en la pobreza y la violencia. Los episodios de la novela, decía, se desarrollan en la década del cincuenta, pero salvo algunos detalles bien podría desarrollarse en el siglo XXI, porque lo interesante, o lo trágico, es que en los últimos cincuenta años Haití no cambió o cambió para mal y hoy, incluso antes del terremoto, el país sigue siendo ese infierno antillano estrangulado por la pobreza, la corrupción, el crimen y el vicio.
En el capítulo tercero de “Los comediantes”, Greene se refiere muy al pasar a la capital de Haití: “Puerto Príncipe era un lugar muy diferente hace pocos años. Supongo que estaba tan corrompido como ahora, que era aún más sucio, que contenía la misma cantidad de mendigos. Pero al menos los mendigos tenían cierta esperanza porque había turistas. Ahora, cuando un hombre dice “me muero de hambre’, hay que creerle”.
Seguramente no era ése el espectáculo que en 1492 se le presentó a Cristóbal Colón cuando pisó tierra en la isla que luego bautizó con el nombre de “La española”. Seguramente otro destino para la nación en ciernes habrán pensado aquellas bravas milicias negras que se alzaron contra el colonialismo francés y el propio Napoleón Bonaparte, sentando así el antecedente de la primera revolución americana y la única rebelión antiesclavista exitosa en la historia.
Cuesta entender que con esos antecedentes heroicos Haití sea la nación más pobre del continente y un paradigma de lo que muy bien podría calificarse de “Estado fallido”. Hoy el terremoto ha destruido las principales ciudades y ha provocado la muerte de más de 200.000 personas. Una tragedia. Pero admitamos que Haití hace rato que viene soportando tragedias que no pueden ni deben ser atribuidas a la naturaleza. Mucho más devastador que el terremoto ha sido una clase dirigente, negra y mulata, que desde hace décadas se ha desentendido de su pueblo y lo ha hundido en la miseria más atroz.
En 1915 el presidente norteamericano Wodroow Wilson ordenó la ocupación de Haití. Primero desembarcaron 300 marines y luego llegaron los hombres de negocios. Se podrá observar que no hizo falta un gran despliegue militar para imponerse. Y no hizo falta porque para esa fecha Haití ya era ingobernable y el ejército nacional se había degradado en una suma caótica de bandas armadas que se paseaban por el territorio de este desdichado país como verdaderos señores de la guerra.
La intervención norteamericana duró veinte años, pero sería un error creer que la pobreza y la miseria de Haití provienen de esa intervención. Antes de 1915 la isla era un infierno. Las disputas entre las diversas fracciones de la oligarquía negra y mulata eran sangrientas y más que de un régimen político de lo que corresponde hablar es de un régimen mafioso o gangsteril donde las bandas armadas eran las que imponían su particular noción de justicia.
Los yanquis intervienen para hacer negocios -¡qué duda cabe!-, pero curiosamente las pocas instituciones que aún sobreviven y la infraestructura edilicia y caminera, más los escasos servicios públicos, se levantaron en los años de la ocupación. Hoy las noticias señalan que el terremoto destruyó la Casa de Gobierno, justamente el edificio construido cuando los yanquis administraban el poder.
Imagino las objeciones. “Apoya la política del garrote”, “defiende la intervención del Tío Sam”, “justifica la expoliación imperialista”, “legitima a los responsables de la explotación de las masas haitianas”. Ni tan poco ni tan mucho. No creo que Estados Unidos sea una sociedad de beneficiencia, pero hace rato que he dejado de creer que es el enemigo de la humanidad.
Como toda gran potencia, como toda potencia imperialista si les gusta, alienta políticas expansionistas y ha considerado, y tal vez siga considerando, que América latina es su patio trasero, pero nos equivocamos si suponemos que todas las desgracias que han llovido sobre este continente proviene de la maldad de los yanquis.
Como dijera el presidente de Costa Rica, Oscar Arias, es hora que los latinoamericanos nos preguntemos en serio qué hicimos mal y en qué nos equivocamos, porque el argumento de echarle toda la culpa al enemigo externo, si bien ha tenido una pequeña cuota de verdad, por lo general ha funcionado como coartada para justificar los errores y los horrores de las clases dirigentes locales.
Si esta verdad vale para toda América latina, con más razón vale para Haití. Cuando en 1915 Estados Unidos decidió intervenir, no lo hizo para sofocar un movimiento de liberación nacional o algo parecido. Podemos criticar esa decisión, pero nos equivocamos si pensamos que el problema de Haití se inició con esa intervención.
Cuando la clase dirigente de una nación se transforma en una pandilla de ladrones y criminales, cuando esa clase dirigente renuncia a sus propias tradiciones nacionales para transformarse en verdugos y explotadores de su propio pueblo, cuando como consecuencia de esas políticas la nación se torna ingobernable, lo más probable es que alguna gran potencia decida intervenir para imponer el orden, su orden.
Después que se fueron los yanquis, Haití transitó de dictaduras militares a dictaduras civiles. En 1957 llegó el poder uno de los personajes más siniestros de un continente que se distinguió por fabricar dictadores siniestros. Me refiero a Francois Duvalier, el célebre “Papa Doc”.
Duvalier fue un déspota sanguinario, un psicópata que presenciaba las torturas de los disidentes con el exclusivo objeto de disfrutar del dolor de sus víctimas; pero convengamos que a ese monstruo, a “ese pestilente lagarto del pantano” no lo fabricaron los yanquis, fue parido por el propio Haití y pocas veces hubo un dictador que expresara mejor los vicios y las lacras históricas de una sociedad.
Por supuesto que muchos haitianos se alzaron en armas contra Duvalier. Se estima que el número de muertos puede haber superado las cincuenta mil personas. Uno de sus inventos para imponer el orden fueron los Ton Ton Macoutes, una suerte de policía de seguridad que no cobraba sueldos porque vivían de los botines que obtenían de los secuestros, crímenes y extorsiones. Los “Ton Ton”. Se movilizaban en Jeep y se los distinguía por sus lentes oscuros. Su nombre no era casual. “Ton ton” era el sonido de los golpes que daban a las puertas durante el allanamiento. “Macoutes”, en tanto, refiere al palo de béisbol, el palo que usaban para jugar no con pelotas sino con los cráneos de los asesinados.
Estados Unidos no lo inventó a Duvalier pero se valió de él, como también se valió de Trujillo, el otro dictador de esa isla que alguna vez Colón pensó en transformar en un jardín edénico. En el contexto de la Guerra Fría ambos eran una garantía contra el comunismo. Sin embargo, durante las gestiones de Kennedy y Johnson se intentaron otras estrategias. Todo en vano.
A “Papa Doc” lo sucedió “Baby Doc” hasta 1984. Cambió el régimen político pero la vida miserable de los haitianos se mantuvo. Hoy el terremoto agrega mojado a lo llovido. La solidaridad internacional permitirá atender las necesidades inmediatas, pero en pocos meses los haitianos deberán enfrentarse con el dilema que no han logrado resolver en los últimos cien años: ser una nación y ser un Estado. Convengamos que mucho margen no les queda. Haití hoy no existe.
Rogelio Alaniz